En ella se enfrentaron los ejércitos hitita y egipcio y, si bien el resultado de la batalla fue incierto (ninguno logró imponerse con contundencia sobre su oponente), no lo fueron tanto sus resultados: el faraón hubo de abandonar toda pretensión sobre el territorio sirio –que antecesores suyos en el cargo sí habían dominado– replegarse y reconocer, a regañadientes, la supremacía hitita sobre buena parte del levante mediterráneo, un teatro de operaciones por el que Egipto había competido con otras potencias durante largo tiempo. La humillación fue doblemente sorprendente porque coincide con una de las etapas más brillantes del largo desarrollo histórico del Egipto faraónico, el denominado Reino –o Imperio– Nuevo, que se desarrolló entre los años 1539 y 1077 a. C.
Sin embargo, en los documentos oficiales egipcios la batalla de Qadesh se presenta como una contundente victoria, hasta el punto de que la historiografía creyó durante mucho tiempo que así lo había sido. Así, en el templo funerario de Ramsés II en Tebas, conocido como Ramesseum por la historiografía moderna (véase Golvin, J.-C., Viaje por el Antiguo Egipto, pp. 56-59 y “Un hogar para los muertos” en Arqueología e Historia n.º 4: El Libro de los Muertos) así como el templo erigido por este mismo faraón en Abu Simbel (véase Golvin, pp. 16-17) los relieves parietales, inicialmente polícromos, narran una versión distorsionada de los hechos, una pretendida victoria aplastante del faraón sobre sus enemigos y, por extensión, del orden frente al caos.
Y es que, conforme a la cosmovisión de este pueblo, el monarca adquiría el papel de garante del orden y armonía en el universo, un concepto que ellos denominaban maat. Una derrota del faraón equivaldría a un fracaso del ordenamiento religioso egipcio en su conjunto, algo por completo inasumible. La divinidad suprema del panteón egipcio, Amón-Ra era entendido como padre carnal del faraón reinante (véase “La religión y el mundo funerario en el Reino Nuevo” en Arqueología e Historia n.º 4), y el propio faraón será Horus, quien a su vez, una vez muerto y ser enterrado con todos los honores y conforme a la compleja liturgia y rituales pertinentes (véase “Partiendo hacia el horizonte” en Arqueología e Historia n.º 4) será identificado con el dios Osiris.
Cierto que la narrativa no es enteramente fantasiosa, algunos de los mencionados relieves de Abu Simbel y el Ramesseum muestran escenas del combate que probablemente fueran históricas, veraces, tales como el asedio de algunas poblaciones por las tropas egipcias, o el asalto de las tropas hititas al interior del campamento egipcio. Sin embargo, la conclusión final del relato pétreo es triunfante: los enemigos son abatidos a millares y el faraón se impone sobre los restantes, lo que se contradice con la realidad como acabamos de ver. Parece evidente que Ramsés, herido en su orgullo, se vio obligado a redoblar esfuerzos en la representación y falseamiento de estos hechos, con fines propagandísticos. No sabemos hasta qué punto pudo engañar a sus súbditos, pero sí sabemos que, grabado en piedra para la posteridad, el falso relato egipcio perduró más de tres mil años, hasta –casi– nuestros días.
A pesar de ello, estos documentos son de un valor incalculable, pues nos informan acerca de multitud de detalles que, de otro modo, habrían pasado inadvertidos para los historiadores y se habrían perdido o serían peor conocidos en nuestros días. Así, por ejemplo, vemos en los relieves la representación de tropas extranjeras al servicio del faraón, caso de uno de los grabados parietales del templo de Abu Simbel en el que aparecen guerreros sherden o shardana (véase “al servicio del faraón” en Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 15: Egipto, el Imperio Nuevo y “Soldados del faraón” en Desperta Ferro Antigua y Medieval n.º 48: Qadesh. Egipto contra los hititas), grupo étnico exógeno a Egipto que participaba en el conjunto de poblaciones que los historiadores denominan “pueblos del mar”, de diferentes procedencias. Poco más tarde, estos mismos pueblos del mar cobraron gran protagonismo al participar en una serie de campañas de devastación a lo largo de las costas del Mediterráneo oriental, en lo que la historiografía viene denominando la Crisis del año 1200 a. C. Como consecuencia de estas correrías desaparecieron de la historia algunos de los imperios y Estados más poderosos de la región, entre ellos el reino hitita y los Estados micénicos; Egipto sobrevivió de forma milagrosa tras repeler varias incursiones de estos pueblos invasores (véase «La batalla del Delta. Egipto contra los pueblos del mar» en Desperta Ferro Antigua y medieval n.º 6: Talasocracias). Se trata de un hito histórico de tal entidad que sirve hoy en día para compartimentar periodos históricos y separar la Edad del Bronce de la del Hierro.
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